lunes, 28 de mayo de 2012

Pálido y desnudo.


Trató de no enamorarse pero sí lo hizo, estuvo con ella hasta verla morir en brazos.
Caminó una y mil veces repitiendo ese recorrido otras tantas, murmuró su nombre y lo maldijo.
Una centuria de muerte, una centuria.
Maldijo aquel día también. Visitó balcones. Lo maldijo de nuevo, el frío lo penetro y pudo saborear el dolor. A medida que envejecía su corazón endurecía. Sus afectos dejaron de conocerlo. Viajó por diferentes continentes buscando placeres mundanos y de ellos se sintió un poco más hombre, pero no lo era. Había dejado de serlo hacia mucho tiempo.
Percibió nuevos sabores, desarrolló otro olfato, eligió la luna y acechó en las sombras. Su piel se convirtió en una pálida porcelana y sus pupilas se dilataron tanto que ya no podían verse.
El tiempo le dio sabiduría y cultura, el tiempo era su aliado. El dolor lo llevo por diferentes caminos, ya no recordaba cual había sido su último ocaso y mucho menos su naciente.
Ese día le dolía más que cualquier otro, un centenario de soledad. Propio encierro de sus demonios.
 Permaneció despierto de noche y solo. Vagó por puertos y atmósferas errantes.
Visitó oscuros umbrales, la compañía lo aturdía.
Aquel día se sintió olvidado, lo recordaba con ira y su corazón roto lo obligó a brindar 100 años de soledad. Miró a su alrededor y bebió un malbec añejo. Fue su sentencia.
Disparó maleficios y promulgó rabia, se enojó con su entorno. Su condena lo alimentaba de venganza, pero por más que quisiera salir a la luz del día no podría. Eso lo mataría. De hecho su única salvación seria verla.
Acostumbró sus ojos a la noche, saboreó temores ajenos y también sedujo con el fin de aliviar su dolencia.
Estaba incompleto, pese a haber recorrido el globo y haberlo visto todo. Nada sería igual.
“¿De qué se trata todo esto!? ¿Cuáles son mis pecados?” se preguntó. “Este mundo obtuso no está preparado para mi, cuando debería ser al revés, este mundo obtuso no es como lo era”.
Después de verse a sí mismo y caminar durante toda la noche decidió subir al campanario de la ciudad y esperar. Al cerrar los ojos, sentía con el correr de las horas la fría brisa de mar en su piel, convertirse en cálida. Sostuvo la respiración, tuvo miedo y lloró como un niño.
La luz penetró en sus huesos como miles de cuchillos. Todo ese dolor se silenció de golpe. Ahora estaba completo.



3 Libras.

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