domingo, 30 de enero de 2011

DO-MI-ngo: NEil JÓvEN coDIciOSO


Neil con el espíritu de Jack London y el mío...

lunes, 24 de enero de 2011

7º PAso: MUNdo RAY munDO. 2ª entreGA dE glEYZer. MÉxiCO, lA revoLUCIÓN conGELADa.


Raymundo. Hombre, militante, periodista, CINEASTA: Sus películas daban voz a los campesinos del noroeste de Brasil y su terrible miseria con "La tierra quema" (1964), mostraban el peligro de una revolución sin ideología con “México, La Revolución Congelada"(1971), y como la burocracia sindical podía traicionar al trabajador y ponerse al servicio de los intereses empresariales -"Los Traidores", 1973-. Filmaba y exhibía sus películas clandestinamente. En cada toma, se jugaba la vida.
Raymundo. Cineasta, periodista, militante, HOMBRE: Nace en Buenos Aires el 25 de septiembre de 1941. Ojos claros como sus ideas. A los 20 años deja la Facultad de Ciencias Económicas y comienza Cine en La Plata, tras pasar por la Escuela Superior de cine de la Universidad Nacional de La Plata, comienza con sus primeros trabajos. Tiempo después abandona la carrera, entiende que para hacer cine no es necesario ser parte de una casa de altos estudios, y menos aun si ese cine desafía a un sistema intentando dar respuesta a la problemática político-social de Latinoamérica. Su lucha lo pone en la mira del estado terrorista argentino, permanece desaparecido desde el 27 de mayo de 1976.
Raymundo.  Militante, cineasta, hombre, PERIODISTA: A partir de 1965 se abre un nuevo período marcado por su trabajo en noticieros (Canal 7 y Telenoche). En su búsqueda personal, este tipo de trabajos terminará con una película propia: "México, La Revolución congelada" del año 1970.
Raymundo. Periodista, hombre, cineasta, MILITANTE: A nivel personal se incrementa su formación como marxista y su alejamiento definitivo del Partido Comunista. Gleyzer comienza entonces con su militancia en el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). Mientras se nutre de teoría marxista, comienza a proyectarse en la interminable discusión entre forma y contenido, el resultado: Que lo más importante de todo es “Llevar el cine a la gente”.
Raymundo Gleyzer. ARTISTA REVOLUCIONARIO: En lo político y en lo estético. Convicción revolucionaria y coherencia ideológica. El enemigo descubierto de forma clara y definida, la necesidad de un cine popular que sea "la voz de los sin voz". Y mucha –pero mucha- pasión por el cine (en el veía un instrumento para generar la reflexión y el debate político para llegar al cambio de la triste realidad latinoamericana).
Raymundo conjugaba todos estos aspectos en un solo hombre, su incansable obra reflexionaba sobre los terribles flagelos con los que viven los habitantes de América Latina. Pero además de ello, Raymundo fue - y es - uno de los directores “independientes” más importantes. Insisto, en sus películas dejó su vida...”Nosotros no hacemos films para morir, sino para vivir, para vivir mejor. Y si se nos va la vida en ello, vendrán otros que continuarán.” (1974).
Por aquellos años, con las dictaduras establecidas en América Latina, para frenar el posible “avance socialista”, y asegurar la instauración del -actual- modelo “neoliberal” de saqueo, la situación política cada día era más asfixiante. El enemigo estaba descubierto: el imperialismo y sus “estructuras nacionales” en el continente; y el camino determinado a seguir era la revolución. Su cine debía indagar la problemática social latinoamericana, un cine documental, de denuncia, crítico y reflexivo. La decisión pesaba, pero Raymundo intuía que el camino elegido era el correcto. No iba echarse atrás, ni  la censura, ni la clandestinidad ni la triple A, podrían vencer su verdad.
Darle voz a los sin voz, y lograr la revolución para superar el sub-desarrollo, el sub hombre.
Raymundo encontró la solución a la ecuación: Llevar el cine a la gente. A la masa, al pueblo, al obrero, al trabajador. Y en ella no había lugar para el “exceso teórico”, ni para los debates seudo filosóficos. Había que ser claro, había que llegar al hombre, había que jugarse y mantenerse firme. El cine era su verdad, y su estética. Y esa verdad era tan clara que no necesitaba de esos insoportables debates políticos e intelectuales acerca del cine, el arte, la estética, la forma, y el contenido. El secreto estaba en la praxis; las conceptualizaciones teóricas debían ser consecuencia de ello, nunca su pre-concepto. El tiempo apremiaba, y la persecución aun mas.
Raymundo se mezclaba con sus protagonistas y vivía lo que filmaba. Para darles voz primero debía entenderlos, y para entenderlos debía descubrir sus realidades. El arte estaba en el campo, en la acción, en la praxis. El lenguaje cinematográfico, y los alcances teóricos del cine quedaban opacados ante la brutalidad de la realidad. Los tiempos urgen, hay que actuar. Una de las cualidades máximas del arte, están en su poder de síntesis, y porque no en la claridad. En un mensaje claro - que llegue a la gente - no había riesgo de arruinar la belleza o el aspecto formal de la obra. Todo lo contrario. La idea era clara, rescatar al sub-hombre alienado de su rutinaria realidad. El relato y la narración, debían ser directos y claros. Y así Raymundo se largaba a rodar en México, la historia de su “revolución”...

MÉXICO, ACTITUD INDEPENDIENTE
Las historias trascienden al hombre. En ellas se extienden y se descubren, se inmortalizan. Raymundo contó historias para eso (todo artista lo hace). Pero, ¿Qué hay, no de las historias de Raymundo, sino sobre Raymundo? Ellas descubren a un apasionado del cine, a un director independiente que tenia necesidad de contar, cueste lo que cueste. Ejemplo de esa actitud es esta pequeña anécdota sobre  “México, la revolución congelada”.
Juana Sapire, sonidista y compañera de Raymundo, cuenta que junto a Humberto Ríos y a su mujer Pila, viajaron a México para narrar sobre lo que entendían como la primer y más importante revolución del continente. “Un día, hacía un calor insoportable y estábamos grabando en una zona donde no había árboles, nada, y el sol te pegaba en el cerebro todo el día. El Negro Ríos estaba medio mareado, ya se había desmayado una vez, no sé. La cuestión es que apoyó la cámara en el trípode y no sé porqué la cámara se zafó y se vino de punta al piso, se clavó en el suelo, y Ríos casi se muere, le agarró un ataque. Era la única cámara que teníamos. Empezó a gritar `¡Disculpame, Ray!, ¡me vuelvo a Buenos Aires!´. Raymundo lo calmaba y le decía que no. `Encima que cagaste la cámara te querés volver, no es tu culpa, fue un accidente…´  Paramos la filmación y nos fuimos cada uno para la pensión, que era parecida a un conventillo. El Negro estaba muy dolorido, con una culpa terrible. Yo me encerré en mi cuarto, supongo que a llorar. Raymundo se fue al patio, puso la cámara en una mesa y la desarmó completamente. El problema estaba en la lente de la cámara, por ahí entraba luz y no se podía filmar nada. Raymundo desarmó la cámara y en un papel hizo un mapita, ahí dibujó cada pieza que sacaba para acordarse dónde iban. Nosotros nos fuimos porque no queríamos ni mirar... Después agarró un martillo y le empezó a pegar a la cámara para que se enderece. Todo esto ¡a martillazos limpios! Cada martillazo que nosotros escuchábamos nos daba en el corazón. No le decíamos nada porque era su cámara. Después la armó toda de nuevo y seguimos filmando. No podíamos ir a una casa de fotografía ni nada por el estilo porque en ese pueblo no había nada. Seguimos filmando como mitad de la película sin saber si se arregló o no, es decir, hasta que le mandamos el material filmado a nuestro productor, Bill Susman. Recién nos tranquilizamos cuando él nos mandó a decir que estaba todo ok. Raymundo había arreglado la cámara, ¡qué grande! ¿Quién se anima a hacer algo así? Agarrar su cámara y darle con el martillo en el medio de ese páramo. Él sí, arregló la cámara, la única cámara que teníamos, porque no teníamos tres cámaras, ni diez monitores. Se ve que salió bien ¿no? porque recibimos varios premios internacionales. Ése era Raymundo. Sin subsidios del INCAA, sin tres cámaras, sin monitor, con el alma, la vida y las ganas de hacer cosas... Raymundo hizo toda su obra con amor y ayuda de mucha gente que veía lo sincero que había en él“.
Una de estas personas era el productor estadounidense Bill Susman, que trabajaba en la industria del cine, y decidió ayudar y comprometerse con Raymundo. Consiguió el dinero necesario para producir “México, la revolución congelada” y los llevo a su casa donde comenzaron a trabajar en la investigación y el texto de la película.
A pesar de la diferencia de edad, (Raymundo podría ser su hijo), Bill se convirtió en una persona muy cercana a Gleyzer. Había peleado en la guerra civil española como voluntario contra las fuerzas fascistas, y había nacido el mismo día que Raymundo. Bill asegura que nunca logró una relación tan profunda como la que lo unió con Ray, una relación fundada en la honestidad. Al igual que muchas otras personas que lo conocieron, la humanidad de Raymundo lo marco profundamente, lo que da una idea de cómo era.

MÉXICO: La revolución congelada
Sinopsis:

El film recorre el país Azteca durante 1970, acompañando principalmente la campaña presidencial de Luis Echeverría. De este modo desnuda el carácter paternalista y demagógico del el Partido Revolucionario Institucional - PRI -. A través de entrevistas a los campesinos quienes denuncian la traición a los principios de la revolución mexicana de 1911 y su pésima situación actual, se instala la tesis del film: Una revolución sin ideología esta destinada al fracaso, devorada por los intereses de la burguesía y la burocratización de la historia. El caso de la revolución mexicana es un ejemplo de cómo si las masas no tienen como objetivo la transformación de la sociedad, fracasan al tomar el poder, y que la burguesía que, obviamente si tiene una “ideología”, termina eclipsando y tomando dicha bandera. (En argentina, si bien no fue una “revolución verdadera”, esto se vivió hace unos años, cuando en el 2001 se logro el “que se vayan todos”, y hoy, los que se fueron son los que nos siguen gobernando).

En fin, Raymundo y su equipo (Juana, Humberto, Pila y Paul) se adentran en tierra mexicana y comienzan a filmar de forma casi clandestina, burlando el control de las guardias blancas[1] (grupos paramilitares al servicio de terratenientes que secuestran y matan), y a leyes mexicanas que prohibían toda filmación sin previa autorización.

En el periplo conocen a una mujer dueña de muchas haciendas, Raymundo convence a dicha acaudalada explotadora que es un estudiante de arquitectura y que está interesado en investigar la arquitectura colonial que hay en sus propiedades. Así, Raymundo logra entrevistar a un grupo de campesinos explotados que trabajan en una de las plantaciones del lugar, al tiempo que logra filmar la opulencia de la señora en cuestión y le roba declaraciones que reflejan la opresión… poco a poco la señora empieza a dudar de Raymundo, y por supuesto, los hecha del lugar.

Pero la historia debía seguir, como sea, y el ingenio de Raymundo seguiría ayudando. Los Políticos de PRI, a través de 70 años de gobierno, habían transformado a México en su “tesoro”, traicionando al pueblo y su revolución. Raymundo se contacta con Luís Echevarria, que era ministro del interior y estaba en campaña presidencial. Echevarria queda impresionado con Raymundo al pensar que era un periodista que trabajaba para medios argentinos, y creyendo que eso le daría una favorable propaganda, lo lleva a su campaña. Así, Raymundo no solo logra entrevistarlo, sino que usa su helicóptero para filmar y va descubriendo algunos de los métodos de campaña usados por el PRI, como por ejemplo, al llegar a algún poblado reparten lápices y cuadernos para los campesinos y así movilizarlos. Sin embargo, los campesinos son analfabetos, al igual que su gobierno de nada sirve la ayuda del PRI para ellos…

En octubre de 1968, la olla podrida en México se destapa, el movimiento estudiantil revela las lacras del sistema, estudiantes y obreros dan lugar a importantes marchas populares, lo que inquieta cada vez más al gobierno. Se da lugar así la masacre de Tlatelolco. 300 tanques y 6000 soldados rodean la plaza de Tlatelolco y disparan durante 4 horas contra estudiantes, mujeres y niños matando a 400 personas. El gobierno de la revolución congelada es el responsable. La teoría de Raymundo, desgraciadamente, no podía clarificarse de mejor manera: Una revolución sin ideología que la sustente esta destinada la fracaso… Los principios de la revolución mexicana de 1911 eran nuevamente traicionados de la forma más brutal. Gleyzer cierra el documental con este hecho reflejado por medio de fotografías, ya que solo ese material pudo reunir, dado que todo el material fílmico fue confiscado por el gobierno y por la CIA (¿Qué que hacia la CIA en este hecho?, el diablo –entiéndase EEUU- siempre metió la cola en América Latina, ¿Por qué sorprenderse?). Por este film, Raymundo seria declarado persona no grata en México, a través de Echeverría.

A pesar de los premios internacionales, la película fue censurada en nuestro país (y tristemente olvidada de la historia “oficial” del cine argento) por un pedido de la embajada Mexicana. Raymundo se acercó a dicha embajada con intención de lograr una respuesta al pedido de censura que habían hecho, la respuesta fu escalofriante: “Porque todo lo que dice el documental es totalmente verídico”.
Otro hecho “ilógico” fue que tiempo después el gobierno que censuraba el film, llamaba a Raymundo para que retirara el Leopardo de Oro que gano en Locarno.

Mexico, la revolución congelada, gano importantes premios internacionales ("Leopardo de Oro" en Locarno, Suiza;  "Ducado de Mannheim" en Mannheim, Alemania; Mejor Documental Festival de Adelaide, Australia, etc) y acogió importantes críticas en los festivales de Cannes (Francia), Festival de Berlin, en proyecciones en Chile, y muchos países mas.


Raymundo: cineasta, periodista, militante, hombre.
Raymundo Gleyzer. ARTISTA REVOLUCIONARIO

                                                                                    Martín Gruttadauria. 
                                                                                    Cineasta.



[1] Guardias Blancas: expresión que surge en la ex URSS, luego de la revolución de 1917 cuando se comienzan a repartir las tierras entre los campesinos, surgen grupos armados que luchan a favor de los terratenientes. Se denominaban guardias blancas para contrastarlos con las guardias rojas que eran los grupos revolucionarios que impulsaban la reforma agraria. Luego el termino, en los 60´ se traslada a México cuando grupos paramilitares se “institucionalizan” por un decreto del gobierno que autorizaba a los terratenientes a contratar policías particulares (que exterminaban campesinos). Actualmente el termino es utilizado en Brasil (donde grupos paramilitares matan a los campesinos del movimiento “Sin Tierra”) y también en Argentina, donde gracias al boom de la soja y la codicia desmedida de terratenientes y productores locales, hacen que en el norte del país cada vez sean mas los casos de campesinos muertos o expulsados a punta de arma por patotas paramilitares de sus campos para plantar dicho cultivo.

domingo, 23 de enero de 2011

sEXto pASO dE eNEro. sieTe pàrrafos aL paradALSO: rizomAteada


RIZOMA (Introducción)…Fragmento del Libro “Mil Mesetas” de Gilles Deleuze y Félix Guattari….
pintadita de atrás para adelante al azar en siete pàrrafos: ejercicio para Q.E.P.D. (Que Escribas Pensando en Deleuze) 




Escribir a n, n-1, escribir por slogans: Hacer rizoma y no raíz, ¡no plantes jamás! ¡No sembrés, picá! ¡no seas único ni múltiple, se multiplicidades! ¡Haz la línea y jamás el punto! La velocidad transforma el punto en línea! ¡Sé rápido, incluso sin cambiar de lugar! Línea de suerte, línea de cadera, línea de fuga. ¡No suscites un general en todos y cada uno! ¡Haz mapas y no fotos ni dibujos! Sé la Pantera Rosa y que vuestros amores sean aún como la avispa y la orquídea, el gato y el babuino.
Se escribe la historia, pero siempre se la ha escrito desde el punto de vista de los sedentarios y en nombre de un aparato de Estado, incluso cuando se habla de nómadas. RIZOMATICA NOMADOLOGIA.
La llamamos planicie a toda multiplicidad conectable con otras por tallos subterràneos superficiales para formar y extender un rizoma. Nosotros escribimos este libro como un rizoma.
Resumamos los caracteres generales de un rizoma: a diferencia de los árboles o de sus raíces, el rizoma conecta un punto cualquiera con otro punto cualquiera, y cada uno de sus trazos no remite necesariamente a trazos de la misma naturaleza, pone en juego regímenes de signos muy diferentes e incluso estados de no-signos.
Unos árboles pueden corresponder al rizoma o, inversamente, brotar en rizoma. Y generalmente, es verdad que una misma cosa admite los dos modos de cálculo o los dos tipos de regulación, aunque no sin cambiar regularmente de estado en uno u otro caso. Tomemos, una vez mas, como ejemplo, al psicoanálisis: no solamente en su teoría, sino también en su práctica de cálculo y tratamiento somete al insconsciente a estructuras arborescentes, a grafos jerárquicos, a memorias re-capituladoras, a órganos centrales, falos, árbol-falo. El psicoanálisis no puede a este respecto cambiar de mètodo: sobre una concepción dictatorial del inconsciente funda su propio poder dictatorial, el poder: de los psicoanalistas sobre los psicoanalizados, y de las sociedades de psicoanálisis sobre los psicoanalistas. El márgen de maniobra del psicoanálisis es así muy limitado. Siempre hay un general, un jefe, tanto en el psicoanálisis como en su objeto (general Freud).
 No hablaremos más de Psicoanálisis. Nadie sufrirá, ni ellos, ni nosotros. Es curioso hasta que punto, las objeciones que te hacen son retardativos. Como tratamos de hacer lo que nos da la gana, se nos ponen trabas: ¿haz pensado en esto? ¿que haces con aquello? ¿sos coherente? ¿no ves la contradicción?. Dulzura también, no responder jamás. Sólo hay una cosa aún peor que las objeciones y  las refutaciones de objeciones, es la reflexión, el retorno a…por ejemplo en un libro, volver a su anterior: ¿y que hay de esto? ¿ha comprendido bien a Freud? ¿Y su último libro? ¿Ha cambiado usted? Puntualizar, ¡que horror!.
Hemos escrito el Anti-Edipo a dúo. Dado que cada uno de nosotros era varios, resultaba ya, mucha gente. Hemos utilizado aquí todo lo que nos concernía, de cerca, y de lejos. Distribuimos hábiles seudónimos para hacernos irreconocibles. ¿Por qué hemos conservado nuestros nombres? Por costumbre, únicamente por costumbre. Para, a la vez, hacernos irreconocibles y no para hacernos imperceptibles nosotros mismos, sino aquello que nos hace actuar, sentir o pensar.

clickeá acá abajo y te vas a Ediciones el Cagadero del Diablo a leer de adelante para atrás, el rizoma "completo" y guarda con los brotes (psicoticos).


                                                                                     Yoni Cash


DO-MI-ngo: SATANismo con ONDA en 7 PAsos

Roberto Juanhijo y lo que ocurre cuando una mujer nos deja... ¿Woman is a Devil?...

viernes, 21 de enero de 2011

El 5º de ENero; CAsca-RitA: anthony KIEDIS. IntroduCCIÓN y PAR-te de su AUTO bi o graFIA.

Estoy sentado en el sofá de la sala de estar de mi casa en Hollywood Hills. Es un día de enero despejado y fresco, y desde mi posición, puedo ver la bonita extensión conocida como San Fernando Valley.
Cuando era más joven, me uní a la creencia convencional, compartida por cada uno que vivía en la parte de las colinas de Hollywood, de que el “Valley” era un lugar donde los perdedores que no pudieron triunfar en Hollywood venían a desaparecer. Cuanto más tiempo vivo aquí, más consigo apreciar el Valle como una parte conmovedora y más tranquila de la experiencia que es Los Ángeles. Ahora no puedo esperar a despertar y mirar fuera sobre estas majestuosas montañas alineadas cubiertas con nieve. Pero el timbre interrumpe mi ensueño. Unos pocos minutos más tarde, una bonita mujer joven entra en la sala de estar, trayendo un bolso de cuero, lo abre y comienza a sacar su equipo.
Termina su preparación, se pone sus guantes esterilizados de goma y entonces se sienta junto a mí en el sofá. Su larga y elegante jeringa de cristal está hecha a mano en
Italia.
Ésta conectada a una pieza de plástico con forma de spaghetti que contiene un pequeño microfiltro, así ninguna impureza pasará en mi torrente sanguíneo. La aguja es una completamente nueva y totalmente esterilizada con variante microfina de mariposa (sic).
Hoy mi amigo ha extraviado su torniquete normal médico, así que ella lleva su media
de red de pesca rosada y lo usa para atarlo a mi brazo derecho.
Ella frota mi vena expuesta con una esponja con alcohol, y entonces la penetra con la aguja. Mi sangre se vuelve rezumando en el delgado tubo, y ella lentamente mete el contenido de la jeringa en mi corriente sanguíneo.
Inmediatamente, siento el peso familiar en el centro de mi pecho, así que solo me tiro hacia atrás y me relajo.
Yo solía dejarla inyectarme cuatro veces en una sesión, pero ahora estoy abatido para dos jeringas llenas.
Después del primer pinchazo ella llena la jeringa nuevamente y me da un segundo pinchazo, retira la aguja, abre una esponja de algodón estéril, y aplica presión en mi pequeña herida durante al menos un minuto para evitar magullar o marcar sobre mis brazos.
Finalmente, ella coge un trocito de cinta médica y adjunta el algodón a mi brazo.
Entonces, nos sentamos y hablamos sobre la sobriedad.
Tres años antes, podría haber tenido heroína china blanca en esa jeringa. Durante años y años, llenaba jeringas y me las inyectaba con cocaína, speed, heroína negra, heroína persa, e incluso, a veces LSD. Pero hoy obtengo mis inyecciones de mi bella enfermera, cuyo nombre es Sat Hari. Y la sustancia que me inyecta en la sangre es ozono, un gas de olor maravilloso que ha sido utilizado legalmente en Europa durante años para tratar todo, desde accidentes cerebro-vasculares hasta el cáncer.
Estoy tomando ozono por vía intravenosa porque a lo largo del tiempo en algún lugar a lo largo de mi vida, contraje hepatitis C, causada por mi experimentación con las drogas.
Cuando descubrí que lo tenía, en algún momento en los inicios de los años 90, inmediatamente busqué algo para solucionar el problema y encontré un régimen herbal que limpiaría mi hígado, y erradicaría la hepatitis. Y eso funcionó. Mi doctor quedó impactado cuando mi segundo test de sangre dio negativo. Así que el ozono es un método preventivo para hacer que de seguro ese maldito virus de la hepatitis C permanezca lejos.
Eso tomó años y años de experiencia, introspección y perspicacia para ponerse al punto donde yo podría hundir una aguja en mi brazo para quitar toxinas de mi sistema a diferencia de la introducción de ellas.

Pero no lamento ninguno de mis jóvenes indiscreciones. Pasé la mayor parte de mi vida buscando por la inyección rápida y el estímulo intenso. Le pegué a las drogas bajo puentes de autopistas, con mexicanos traficantes y gastando cientos de dólares en suites
de hoteles. Ahora bebo agua vitaminada y busco salmón salvaje, en vez de salmón de piscifactoría.
Durante veinte años, he sido capaz de canalizar mi amor por la música y la escritura, e introducirme en la estela universal de creatividad y espiritualidad, mientras escribo y realizo nuestro propio guiso sónico con mis hermanos, tanto presentes como difuntos, en los Red Hot Chili Peppers.
Este es mi relato de estos tiempos, y también la historia de cómo un niño que nació en Grand Rapids, Michigan, emigró a Hollywood y encontró más de lo que el podía encontrar al final del arco iris.
Esta es mi historia.



Capitulo I


Yo, soy de Michigan


Había estado pegándole a la cocaína durante tres días con mi traficante de drogas
mexicano Mario, cuando recordé el show de Arizona.
Por entonces, mi banda, los Red Hot Chili Peppers, ya teníamos un álbum sacado, y nosotros estábamos pensando en ir a grabar nuestro segundo disco a Michigan, pero primero, Lindy, nuestro manager, nos había reservado una actuación en Arizona en una discoteca de un restaurante especializado en bistecs. El promotor era un fan nuestro y él iba a pagarnos más de lo que cobrábamos y todos nosotros necesitábamos el dinero, así que estuvimos de acuerdo en actuar. Excepto que yo estaba hecho trizas. Solía estarlo cuando bajaba al centro y quedaba con Mario. Era un gran personaje, delgado, nervudo y astuto mexicano, que lucía como una ligera fuerte versión de Gandhi.
Él usaba grandes gafas, y no lucía como un vicioso o una imponente persona, pero siempre que nos inyectásemos cocaína o heroína haría sus confesiones: "Tuve que herir a alguien. Soy un cumplidor de trabajos para la mafia Mexicana. Recibo estas llamadas de la mafia mexicana e incluso no quiero saber los detalles, solo hago mi trabajo, pongo a la persona fuera de comisión y consigo mi paga." Tú nunca sabías si algo de lo que él decía era verdad.
Mario vivía en una vieja vivienda de ladrillos en el centro, compartiendo su sórdido departamento con su anciana madre, quien se sentaba en una esquina de su diminuta sala de estar, viendo silenciosamente telenovelas Mexicanas.
De cuando en cuando, habrían arrebatos de discusiones en español, y yo le preguntaría si nosotros debíamos hacer drogas ahí (tenía una gran pila de drogas, jeringas y algodones sobre la mesa de la cocina).
Me dijo: “No te preocupes. Ella no puede ver ni escuchar, no sabe qué es lo que estamos haciendo”. Entonces yo me mandaba speedball con la abuelita en la habitación de al lado. Mario no era en realidad un traficante de droga de venta al público, era un enlace a los mayoristas, así que tú conseguías grandes dosis de drogas por tu dinero, pero tenías que compartir tus drogas con él. Las cuales estábamos haciendo ese día en su pequeña cocina.
El hermano de Mario había salido de prisión recientemente y estaba justo ahí con nosotros sentado en el suelo, y gritando cada vez que fallaba al no hallar una vena de su pierna. Era la primera vez que veía a alguien que se había quedado sin el verdadero estado útil en sus brazos y se sometía a pincharse una pierna para la dosis.
Nosotros estuvimos haciendo lo mismo durante días, incluso mendigamos dinero una vez en la calle para conseguir más coca. Pero ahora eran las 4:30 de la mañana y me di cuenta que teníamos que actuar esa noche.
"Es hora de comprar algo de droga, porque necesito conducir hasta Arizona y no me siento muy bien”, decidí ir.
Así que Mario y yo nos subimos a mi cutre trozo de chatarra Studebaker Lark verde y conducimos a una oscura, profunda y poco amistosa parte del guetto del centro de la ciudad en el que nosotros estábamos ya dentro; una calle en la que tú solo no querías estar, excepto por los precios, que aquí eran los mejores.
Nos estacionamos y caminamos unas pocas manzanas hasta que llegamos a una vieja edificación ruinosa. Mario me dijo: “Confía en mí. No quieres entrar ahí. Cualquier cosa que puede pasar dentro no va a ser buena, así que dame el dinero y yo conseguiré la mercancía."
Una parte de mi estaba fuera de sí. "Dios, no quiero morir justo aquí ahora. El no lo había hecho antes, pero yo no me interpondría en su camino."
Pero por otro lado, la mayor parte de mí solo quería esa heroína, así que saqué los últimos cuarenta dólares que tenía guardados, se los dí y desapareció en el edificio.
Yo había estado dándole a la coca durante tantos días directamente que estaba alucinando, en un extraño limbo entre la consciencia y el sueño. Todo lo que podía pensar era que realmente la necesitaba para salir de ese edificio con mis drogas.
Me saqué mi preciada posesión, mi añeja chaqueta de cuero. Años atrás Flea y yo gastamos todo nuestro dinero en estas correspondientes chaquetas de cuero; esta chaqueta se había convertido en una casa para mí. Ella almacenaba mí dinero y mis llaves y en un pequeño bolsillo elegante secreto, mis jeringuillas.
Ahora estaba tan cansado y con frío que solo me senté en la acera, me puse la chaqueta sobre mi pecho y mis hombros como si fuera una manta. “Vamos Mario. Vamos. Tienes que bajar ahora mismo”.
Lo imaginé saliendo de esa edificación con un ánimo radicalmente distinto en su paso, viniendo del hundimiento, pasando del tipo decaído al tipo saltarín…
Yo había cerrado mis ojos durante un instante cuando sentí una sombra viniendo sobre mí. Miré sobre mi espalda y vi que un grande, pesado, sucio y loco Indio Mexicano venía hacia mí con un par de grandes navajas. Me di vuelta, así que arqueé mi espalda tan hacia delante como pudiera para escapar de su estocada. Pero de repente un escuálido y pequeño bastardo mexicano saltó en frente mío, sosteniendo una amenazante navaja.
Tomé una decisión instantánea, la cuál era no tomar la decisión teniendo a este gran tipo detrás de mí, yo prefería usar mis posibilidades con el asesino que tenia en frente mío.
Todo esto estaba pasando muy rápido, pero cuando te enfrentas con tu propia muerte, entras a un mundo en donde las emociones van más lentas y donde obtienes la cortesía del universo expandiendo el tiempo para ti. Así que salté hacia arriba y, con mi chaqueta de cuero, se la arrojé al tipo flaco.
Empujé la chaqueta sobre él y reprimí su puñalada, entonces la solté y corrí fuera de ahí como un esclavo romano. Corrí y corrí, y no paré hasta llegar al lugar en donde mi auto estaba estacionado. Pero cuando llegué al lugar me di cuenta de que no tenía las llaves, no tenía la chaqueta, no tenía dinero, no tenía mis jeringas y lo peor de todo no tenía droga. Y Mario no era el tipo de venir a buscarme. Así que me puse a caminar para la casa de Mario pero no había nadie.
Ahora el sol se había puesto y se suponía que nosotros debíamos salir hacia Arizona en una hora.
Fui a una cabina de teléfono, encontré algo de cambio y llamé a Lindy.
“Lindy, estoy tirado en Séptimo y Alvarado, no he dormido nada durante un rato y mi coche está aquí pero no tengo las llaves, ¿Puedes recogerme en el camino hacia Arizona?”
Él estaba acostumbrado a esas llamadas angustiadas de Anthony, así que en una hora, ahí estaba ya nuestra Van azul en la esquina, con nuestros equipos y los demás chicos de la banda. Y un pasajero asqueroso, triste, y trastornado subió abordo. Inmediatamente sentí una recepción fría de la banda, así que sólo me tiré al suelo bajo los asientos de banco, coloqué mi cabeza entre la columna de dos asientos y me puse a dormir.
Horas después, desperté mojado con el sudor, porque estaba apoyado sobre la parte superior del motor que tenía por lo menos unos 115º. Pero me sentía bien.
Flea y yo dividimos una tableta de LSD y rockeamos como locos en Arizona. 


domingo, 16 de enero de 2011

NI el DO-MI-ngo im-pide: saBEs BiEn...

-
De vuelta al mundo rompimos distancias
la barrera del tiempo no existe
ni en ELLA, ni en MÍ...

Un día y medio suspendido por siempre
Sobre una noche brillante
Me hundí en la palma de su piel

Entré volando a sus ojitos de vergüenza
En su voz, una luciérnaga canta
Rodeado de su enigma en nocturna luz

Su perfume atrapo en el aire
Una luna, el sol, otra luna y el sol
Nuestros dedos se besan
Me hundo en vos

Nuestros sueños también 
Sospechan el mismo fin
La partida nunca dolerá
Vi sus besos entrar en mí

Vi sus brazos buscándome
Vimos que el tiempo pasa
Vimos que nos vemos otra vez

                                                  MC.

viernes, 14 de enero de 2011

rio tercer O ctaLAMOCHITA pasO dE eNero

 a las siestas externas de sol y gitanas en el Barrio Estación de Fraile Muerto.
a Manolo que tira y tira triples al paradalso desde abajo del Rio Tercero.






cELDAS hEMOS VIStO eBRIOS, solIDAS
dORMIDOS eN lOS rinCONES

cARCELES dE AJO Y HARAPOS
QUE SE EMPUJAN Y  RESQUEBRAJAN

eSA NOche
 tE DIje qUE tE EScoNDAS
                               bAJO eL sauCE,
 ¿reCUERDAS?
nUNCA NOS IBAN a enCONTRAR
     pOLICIAS gORDOS dE boiNAS bERRETAS!

lATIDOS DeL qUE sE aHOGA
sE QUEDó DORMIdO NADAndo
                                         a lO pERRO a lo piro
tRONCOS, lA huellA bAJO El AGUa
RIFaDA aL mEDIO tURBIO
                                         de cRECIENTE

tOMARE menOS eN vELOCIDAD
VODKA Y RELIVERAN
LIQUIDO, LIQUIDA           jovenes
ERAs sANO
NO ME ATREVO
A ENCONTRAR FLORES GEMELAS HOY

dOS y dIECISieTE
                       nI fIGURABAS
eL cHISTE qUE VUELVE

tRES dIAS, cuaTRO
cANOas, pirAGUAS dE hOLLIN
mOJARRAS dE FIESTA
hELADEROS dE fALOS eN eL SOL DE LA SIESTA

planeADO POR ESTE Y AQUEL
CANSINO, OVALADO
dIabLO de aVellanedA
aTAJADO eN eL BARrO
lA VirGEN lE qUEMó lA mANO aL CADDIE
PERRA LAICA TOREA
                                tOREA!

sOBRA eL gUSANO ALZADO
araÑAS dE HUEso a hueESO

asFIXIAME eL ALMA
            aUSENTe caRBONero!

 mE cAIgo DE jETA AL PISo
Y TEme  RIES  TREPADO AL ARBOL
dONDE QUEDABAMOS

vuelVE, 
hAY QUE TIRAR DE TRES              
yA BAJO EL RIO...
                                           
     tE dECIA,
                   yA BAJOoO EL RIoOO.

                                                  

                                                                     MM

          

2º PaSO dE ENero: ADASAS: SUs posiBLes (y ÚN y cos) usOs. (3 PAsos de INcertidUMBRE abSOLuta).


 
Paso UNO

         La superficie siempre debe ser mas sólida de lo que uno supone.
         Debemos asegurarnos que al pisar no caigamos al infierno.
         Podemos probar la consistencia del piso arrojando algo o testeando con una vara, rama, palo o lo que sea, si se hunde, suelo blando, infierno posible (vale tocarse el corazón como prueba en el primer intento).
Paso DOS

         Una vez encontrada la superficie, caminar sobre ella, dando pasos firmes.
         Correr.
         Saltar.
         Ya cansados de ejercitarnos, quedarse parados y esperar las desdichas del tiempo. De esta forma, el suelo se va gastando con los años hasta colapsar. Igual que el corazón.
Paso TRES

         Justificando las desdichas del tiempo y dependiendo de la experiencia adquirida, podemos preguntarnos sobre nuestro presente y que hacer con lo que queda de él.
         Allí es aconsejable remover el polvo de etapas anteriores y conjugarlos para armar un bosquejo del presente que queremos.
         Armado el HOY, encaramos lo que queda.
         Elegimos la adasa deseada: seguimos igual que antes o mejoramos un toque. Total el corazón se gasta igual. Demasiado esfuerzo perjudica la salud, la nulidad también.
         Podríamos concluir que el principio es igual al final: Necesitamos una vara.

Una adasa es la visión que uno quiere o necesita ponerle a la vida que atraviesa. Es decir, cada uno elige su presente y de esa forma se orienta al futuro proyectando objetivos elaborados de experiencias propias, ajenas, lastimosas, hirientes y tristes. Una adasa surge del duelo, y su futuro es dependiente de su dueño.

domingo, 2 de enero de 2011

PRimER PaSo dE ENEro: JAcK LOnDON; El CHiNaGO

El coral medra, la palma crece, pero el
hombre muere.
(Proverbio tahitiano)

 Ah Cho no entendía el francés. Sentado en la sala abarrotada de gente, cansado y aburrido, escuchaba aquella lengua incesante y explosiva que articulaban un oficial tras otro. Un inagotable parloteo y nada más era a oídos de Ah Cho, quien se maravillaba ante la estupidez de aquellos franceses que tanto tiempo empleaban en investigar quién era el asesino de Chung Ga y ni aún así podían descubrirlo. Los quinientos coolies de la plantación sabían que Ah San era el autor de crimen, y los franceses ni siquiera le habían detenido. Cierto que todos los coolies habían pactado secretamente no prestar testimonio los unos contra los otros, pero el caso era tan sencillo que no entendían cómo los franceses no habían descubierto que Ah San era el hombre que buscaban. Muy estúpidos tenían que ser.
Ah Cho no tenía nada que temer. No había participado en el crimen. Verdad era que lo había presenciado y que Schemmer, el capataz de la plantación, había irrumpido en el interior del barracón poco después de ocurrir el suceso, sorprendiéndole allí junto con otros cuatro o cinco coolies, pero, ¿qué importaba eso? Chung Ga había muerto de dos heridas de arma blanca. Estaba claro que cinco o seis hombres no podían infligir dos puñaladas. Aun en el caso de que cada una se debiera a distinta mano, sólo dos podían ser los asesinos.
Tal había sido el razonamiento de Ah Cho cuando, junto con sus cuatro compañeros; había mentido, trabucado y confundido al tribunal con su declaración respecto a lo ocurrido. Habían oído ruidos y, como Schemmer, habían corrido al lugar de donde procedían. Habían llegado antes que el capataz, eso era todo. Era cierto también que Schemmer había declarado que, si bien había oído ruidos de pelea al pasar por las cercanías del lugar del suceso, había tardado al menos cinco minutos en entrar al barracón. Que había hallado en el interior a los prisioneros y que éstos no habían podido entrar inmediatamente antes porque él los habría visto, dado que se hallaba junto a la única puerta de la construcción. Pero, aun así, ¿qué? Ah Cho y sus cuatro compañeros de prisión habían afirmado que Schemmer se equivocaba. Al final les dejarían en libertad. Estaban seguros de ello. No podían decapitar a cinco hombres por sólo dos puñaladas. Además, ningún demonio extranjero había presenciado el crimen. Pero eran tan estúpidos aquellos franceses... En China, como Ah Cho sabía muy bien, el juez ordenaría que los torturaran a todos y averiguarían quién era el culpable. Era fácil descubrir la verdad por medio de la tortura. Pero los franceses nunca torturaban. ¡Dónde se había visto mayor estupidez! Por eso nunca sabrían quién había matado a Chung Ga.
Pero Ah Cho no lo entendía todo. La compañía inglesa dueña de la plantación había llevado a Tahití a quinientos coolies pagando por ello un alto precio. Los accionistas exigían dividendos y la compañía aún no había pagado el primero. De ahí que no quisiera que aquellos trabajadores que tan caros le habían salido, se dieran a la práctica de matarse entre ellos. Por otro lado estaban los franceses, ansiosos de imponer a los chinagos las virtudes y excelencias de la ley francesa. Nada mejor que un buen escarmiento de vez en cuando, y, además, ¿qué utilidad podía tener Nueva Caledonia si no era la de poder mandar allí a los condenados para que pasaran sus días hundidos en la miseria y en el dolor en castigo por ser frágiles y humanos?
Ah Cho todo eso no lo entendía. Sentado en la sala, esperaba la decisión del juez que les dejaría libres a él y a sus compañeros para volver a la plantación y cumplir las condiciones del contrato. Pronto se pronunciaría sentencia. El proceso estaba llegando a su fin. No más testigos, no más verborrea ininteligible. Los demonios franceses también estaban cansados y, evidentemente, esperaban la sentencia. Y Ah Cho, mientras aguardaba, retrocedió con la memoria hasta el momento en que había firmado el contrato y se había embarcado para Tahití. Corrían malos tiempos en su aldea marítima y el día en que se enroló comprometiéndose a trabajar durante cinco años en los Mares del Sur a cambio de un jornal de cincuenta centavos mejicanos, se consideró afortunado. Había hombres en su pueblo que trabajaban un año entero para ganar diez dólares, y mujeres que hacían redes día tras día por cinco dólares anuales, y criadas en casas de comerciantes que recibían cuatro dólares por sus servicios. Y a él iban a darle cincuenta centavos diarios. Sólo por un día de trabajo iban a pagarle esa fortuna. ¿Qué importaba si la tarea era dura? A los cinco años volvería a su casa ––así lo decía el contrato–– y ya nunca tendría que volver a trabajar. Sería rico hasta el fin de su vida. Tendría una casa propia, una esposa, e hijos que crecerían y le respetarían. Sí. Y a espaldas de la casa tendría un jardín, un lugar de meditación y de reposo con un lago pequeño lleno de peces de colores y campanitas colgadas de los árboles que tintinearían con el viento y una tapia muy alta todo alrededor para que nadie interrumpiera ni su meditación ni su reposo.
Habían pasado tres de los cinco años que se había comprometido a trabajar. Con lo que había ganado podía considerarse un hombre rico en su país. Sólo dos años más separaban aquella plantación de algodón en Tahití de la meditación y el reposo que le esperaban. Pero en ese preciso momento estaba perdiendo dinero, y todo por la desgraciada casualidad de haber presenciado el asesinato de Chung Ga. Por cada día de las tres semanas pasadas en la cárcel, había perdido cincuenta centavos. Pero ya pronto el juez pronunciaría sentencia y podría volver a trabajar.
Ah Cho tenía veintidós años. Era por naturaleza alegre, bien dispuesto y propenso a sonreír. Mientras que su cuerpo tenía la delgadez propia de los asiáticos, su rostro era rotundo, redondo como la luna, e irradiaba una especie de complacencia suave, una dulce disposición de ánimo poco común entre sus compatriotas. Y su conducta no contradecía su apariencia. Jamás provocaba un conflicto ni participaba en pendencias. No jugaba. Carecía del espíritu fuerte del jugador. Se contentaba con las cosas pequeñas, con los placeres más nimios. La tranquilidad y el silencio del crepúsculo que seguían al trabajo en los campos de algodón bajo un sol ardiente, representaban para él una inmensa satisfacción. Podía permanecer sentado durante horas y horas contemplando una flor solitaria y filosofando acerca de los misterios y los enigmas que supone la existencia. Una garza azul posada sobre la arena de la playa, el relámpago plateado de un pez volador, o una puesta de sol rosa y nacarada al otro lado de la laguna, bastaban para hacerle olvidar la procesión de días fatigosos y el pesado látigo de Schemmer.
Schemmer, Karl Schemmer, era una bestia, una bestia embrutecida. Pero se ganaba el sueldo que le daban. Sabía extraer hasta la última partícula de energía de aquellos quinientos esclavos, porque esclavos eran y serían hasta el final de sus cinco años de contrato. Schemmer trabajaba a conciencia para extraer la fuerza de aquellos quinientos cuerpos sudorosos y transformarla en balas de mullido algodón, listas para la exportación. Su bestialidad dominante, férrea, primigenia era lo que le permitía llevar a cabo esa transformación. Le ayudaba en su tarea un grueso látigo de cuero de tres pulgadas de anchura y una yarda de longitud, látigo que llevaba siempre consigo y que, en ocasiones, caía sobre la espalda desnuda de un coolie agazapado con un estampido seco, como un disparo de pistola. Aquel sonido era frecuente cuando Schemmer recorría a caballo los campos arados.
Una vez, al principio del primer año de contrato, había matado a un coolie de un solo puñetazo. No le había aplastado exactamente la cabeza como si de una cáscara de huevo se tratara, pero el golpe había bastado para pudrir lo que aquel cráneo tenía dentro y al cabo de una semana el hombre había muerto. Pero los chinos no se habían quejado a los demonios franceses que gobernaban Tahití. Aquello era asunto suyo. Schemmer era un problema que sólo a ellos concernía. Tenían que evitar sus iras como evitaban el veneno de los centípedos que acechaban entre la hierba o reptaban en las noches lluviosas al interior de los barracones donde dormían. Y así los chinagos, como les llamaban los nativos cobrizos e indolentes de la isla, tenían buen cuidado de no disgustar a Schemmer, lo cual significaba rendir al máximo con un trabajo eficiente. Aquel puñetazo había representado para la compañía una ganancia de miles de dólares y, en consecuencia, a Schemmer no le había ocurrido nada.
Los franceses, carentes de instinto de colonización, ineficientes en su juego infantil de explotar las riquezas de la isla, estaban encantados de ver triunfar a la compañía inglesa. ¿Qué les importaba Schemmer y su famoso puño? ¿Qué había muerto un chinago? Bueno, ¿qué más daba? Además había fallecido de insolación. Así lo decía el certificado médico. Era cierto que en toda la historia de Tahití nadie había perecido jamás de insolación, pero eso precisamente era lo que hacía única su muerte. Asimismo lo decía el médico en su certificado. Era un ingenuo. Pero había que pagar dividendos. De otro modo tendrían que añadir un fallo más a la larga lista de fracasos en Tahití.
No había forma de entender a aquellos demonios blancos. Ah Cho ponderaba su inescrutabilidad mientras permanecía sentado en la sala esperando la sentencia. Era imposible saber qué pensaban. Había conocido a unos cuantos. Eran todos iguales, los oficiales y los marineros del barco, los franceses y los pocos blancos de la plantación, incluido Schemmer. Sus mentes funcionaban de una forma misteriosa que era imposible descifrar. Se enfurecían sin causa aparente y su ira era siempre peligrosa. En esas ocasiones eran como animales salvajes. Se preocupaban por las cosas más nimias y, en ocasiones, podían trabajar más que los chinagos. No eran comedidos como éstos. Eran auténticos glotones que comían prodigiosamente y bebían más prodigiosamente todavía. Los chinagos nunca sabían cuándo sus acciones iban a agradarles o a levantar una auténtica tormenta de cólera. Era imposible predecirlo. Lo que una vez les complacía, a la siguiente provocaba en ellos un acceso de ira. Tras los ojos de los demonios blancos se cernía una cortina que ocultaba sus mentes a la mirada del chinago. Y para colmo estaba su terrible eficiencia, esa habilidad suya para hacerlo todo, para conseguir que las cosas funcionaran, para lograr resultados, para someter a su voluntad todo lo que reptaba y se arrastraba y hasta a los mismos elementos. Sí, los hombres blancos eran extraños y maravillosos. Eran demonios. No había más que ver a Schemmer.
Ah Cho se preguntaba por qué tardarían tanto en pronunciar sentencia. Ninguno de los acusados había tocado siquiera a Chung Ga. Le había matado Ah San. Él solo lo había hecho, obligándole a bajar la cabeza tirándole de la coleta con una mano y clavándole el cuchillo por la espalda con la otra. Dos veces se lo había clavado. Allí mismo, en la sala y con los ojos cerrados, Ah Cho revivió de nuevo el crimen, vio de nuevo la lucha, oyó las viles palabras que se habían cruzado, los insultos arrojados sobre antepasados venerables, las maldiciones lanzadas sobre generaciones por nacer, recordó el arrebato de Ah San, que había cogido a Chung Ga por la coleta, el cuchillo hundido por dos veces en la carne, la puerta abriéndose de pronto, la irrupción de Schemmer, la huida hacia la salida, la fuga de Ah San, el látigo volador del capataz obligando a los demás a apiñarse en un rincón y el disparo del revólver, señal con que había pedido ayuda. Ah Cho se estremeció al recordar la escena. Un latigazo le había magullado la mejilla arrancándole parte de la piel. Schemmer había señalado esos cardenales cuando, desde la tribuna de los testigos, había identificado a Ah Cho. Ahora las marcas ya no eran visibles. Pero había sido todo un latigazo. Media pulgada más hacia el centro de la cara y le habría sacado un ojo. Después, Ah Cho olvidó todo lo ocurrido al imaginar el jardín de reposo y meditación que sería suyo cuando volviera a su país.
Escuchó con rostro impasible la sentencia del magistrado. Igualmente impasibles estaban los de sus cuatro companeros. E impasibles siguieron cuando el intérprete les explicó que los cinco eran culpables de la muerte de Chung Ga, que Ah Chow sería decapitado, que Ah Cho pasaría veinte años en la prisión de Nueva Caledonia, Wong Li doce, y Ah Tong diez. Era inútil alterarse por ello. Hasta Ah Chow escuchó imperturbable, como una momia, aunque era a él a quien iban a cortar la cabeza. El magistrado añadió unas palabras y el intérprete explicó entonces que el hecho de que el rostro de Ah Chow fuera el que más hubiera sufrido los efectos del látigo de Schemmer hacía la identificación tan segura que, puesto que uno de los hombres había de morir, justo era que él fuese el elegido. El que la cara de Ah Cho hubiera sido también severamente magullada, probando así de forma terminante su presencia en el lugar del crimen y su indudable participación en éste, le había merecido los veinte años de prisión en el penal. Así fue explicando las sentencias una por una, hasta llegar a los diez años de reclusión de Ah Tong. Que aprendieran los chinos la lección, dijo después el juez, porque la ley habría de cumplirse en Tahití aunque se hundiera el mundo.
Volvieron a conducir a la cárcel a los cinco chínagos. No estaban ni sorprendidos ni apenados. Lo inusitado de la sentencia no les asombraba después de tratar a los demonios blancos. No esperaban de ellos sino lo inesperado. Aquel terrible castigo por un crimen que no habían cometido no era más de extrañar que la infinidad de cosas raras que hacían continuamente. Durante las semanas siguientes, Ah Cho contempló a menudo a Ah Chow con leve curiosidad. Iban a decapitarle con la guillotina que estaban alzando en la plantación. Ya no habría para él años de reposo ni jardines de tranquilidad. Ah Cho filosofaba y especulaba sobre la vida y la muerte. Su destino no le preocupaba. Veinte años eran sólo veinte años. Tantos más que le separaban de su jardín, eso era todo. Era joven y llevaba en sus huesos la paciencia de Asia. Podía esperar. Cuando esos veinte años hubieran transcurrido, los ardores de su sangre se habrían aplacado y estaría mejor preparado para aquel jardín suyo de calma y de delicias. Se le ocurrió un nombre para bautizarlo. Lo llamaría «El jardín de la calma matinal». Aquel pensamiento le alegró todo el día y le inspiró de tal modo que hasta inventó una máxima moral sobre la virtud de la paciencia, máxima que proporcionó un gran consuelo a sus compañeros, especialmente a Wong Li y a Ah Tong. A Ah Chow, sin embargo, no le importó mucho la máxima. Iban a cortarle la cabeza dentro de muy poco tiempo y no necesitaba paciencia para esperar el acontecimiento. Fumaba bien, comía bien, dormía bien y no le preocupaba el lento transcurrir del tiempo.
Cruchot era gendarme. Había trabajado durante veinte años recorriendo las colonias, desde Nigeria y Senegal hasta los Mares del Sur, veinte años que no habían logrado agudizar de forma perceptible su mente roma. Seguía siendo tan torpe y tan lerdo como en sus días de campesino en el sur de Francia. Estaba imbuido de disciplina y de temor a la autoridad, y entre Dios y su sargento la única diferencia que existía para él era la medida de obediencia servil que debía otorgarles. De hecho, el sargento contaba en su cabeza más que Dios, a excepción de los domingos, cuando los portavoces de este último elevaban su voz. Dios, por lo general, le resultaba un ser remoto, mientras que el sargento solía estar muy a mano.
Cruchot fue quien recibió la orden del presidente del tribunal en la cual se indicaba al carcelero que entregara al gendarme la persona de Ah Chow. Pero ocurrió que el presidente del tribunal había ofrecido un banquete la noche anterior al capitán y a la oficialidad de un buque de guerra francés. Su mano temblaba al escribir la orden y, por otra parte, los ojos le escocían tanto que no se molestó en leerla. Al fin y al cabo se trataba solamente de la vida de un chinago. Por eso no se dio cuenta dé que al escribir el nombre de Ah Chow había omitido la última letra. Así, pues, la orden decía Ah Cho, y cuando Cruchot presentó el documento al carcelero, éste le entregó a la persona que correspondía a ese nombre. Cruchot instaló a esa persona a su lado, en el pescante de la carreta, detrás de las dos mulas, y se la llevó.
Ah Cho se alegró de ver la luz del sol. Sentado al lado del gendarme, resplandecía de felicidad. Y resplandeció aún más cuando vio que las mulas se dirigían al sur, hacia Atimaono. Era indudable que Schemmer había pedido que le devolvieran a la plantación. Quería que trabajara. Pues muy bien, trabajaría. Schemmer no tendría el menor motivo de queja. Era un día caluroso. Los vientos habían amainado. Las mulas sudaban, Cruchot sudaba y Ah Cho sudaba. Pero era este último quien mejor soportaba el calor. Tres años había trabajado en la plantación bajo aquel sol. De tal modo resplandecía y tan alegre era su expresión, que hasta la torpe mente de Cruchot se asombró.
––Eres muy raro ––le dijo al fin.
Ah Cho afirmó con la cabeza y resplandeció aún más. A diferencia del magistrado, Cruchot le hablaba en la lengua de los canacas, que Ah Cho conocía, al igual que todos los chinagos y todos los demonios extranjeros.
––Ríes demasiado ––le reprendió Cruchot––. Deberías tener el corazón lleno de lágrimas en un día como hoy.
––Me alegro de haber salido de la cárcel.
––¿Eso es todo? ––dijo el gendarme, encogiéndose de hombros.
––¿No es bastante? ––preguntó él.
––Entonces, ¿no te alegras de que vayan a cortarte la cabeza?
Ah Cho le miró con súbita perplejidad y le dijo:
––Vuelvo a Atimaono, a trabajar para Schemmer en la plantación. ¿No es allí adonde me llevas?
Cruchot se acarició, pensativo, los largos bigotes.
––¡Vaya, vaya, vaya! ––dijo finalmente, propinando a la mula un suave latigazo––. Así que no lo sabes...
––¿Qué no sé? ––Ah Cho comenzaba a experimentar una vaga sensación de alarma––. ¿Es que Schemmer no va a dejarme trabajar más para él?
––A partir de hoy, no ––dijo Cruchot con una carcajada. La cosa tenía gracia––. De hoy en adelante ya no podrás trabajar. Un hombre decapitado no puede hacer nada, ¿no?
Le dio un codazo al chinago en las costillas y volvió a reír.
Ah Cho guardó silencio mientras las mulas trotaban a lo largo de una milla calurosa. Luego habló:
––¿Va a cortarme la cabeza Schemmer?
Cruchot sonrió, afirmando con la cabeza.
––Ha habido un error ––dijo Ah Cho gravemente––. Yo no soy el chinago a quien han de decapitar. Yo soy Ah Cho. El honorable juez ha decretado que pase veinte años en Nueva Caledonia.
El gendarme se echó a reír. Tenía gracia aquel chinago tan raro que trataba de engañar a la guillotina. Las mulas cruzaron al trote un grupo de cocoteros y recorrieron media milla junto al mar resplandeciente antes de que Ah Cho hablara de nuevo.
––Te digo que no soy Ah Chow. El honorable juez no dijo que hubieran de cortarme la cabeza.
––No tengas miedo ––dijo Cruchot, guiado de la filantrópica intención de hacerle el trance más fácil al prisionero––. No es una muerte dolorosa. ––Chascó los dedos––. Visto y no visto. Así. No es como cuando te ahorcan y te quedas colgando de la soga, pataleando y haciendo visajes durante cinco minutos enteros. Es más bien como cuando matan a un pollo con un hacha. Le cortan la cabeza de un tajo y asunto terminado. Pues lo mismo con los hombres. ¡Zas!, y se acabó. No te dará tiempo ni a pensar si duele. No se piensa nada. Te dejan sin cabeza, o sea, que no puedes pensar. Es una buena forma de morir. Así me gustaría morirme a mí, rápido, rápido. Has tenido suerte. Podías haber cogido la lepra y desmoronarte poco a poco, primero un dedo, luego otro, después un pulgar y, finalmente, los dedos de los pies. Conocía a un hombre que se abrasó con agua hirviendo. Dos días tardó en morir. Se le oía gritar a un kilómetro a la redonda. Pero ¿tú? Muerte más fácil... ¡Zas! La cuchilla te corta el cuello y se acabó. Hasta puede que te haga cosquillas. ¡Quién sabe! Nadie que haya muerto de ese modo ha vuelto al mundo para contarlo.
Esta última frase le pareció muy graciosa y durante medio minuto se estremeció de risa. Parte de su alborozo era fingido, pero consideraba un deber humanitario animar al chinago.
––Pero te digo que yo soy Ah Cho ––insistió el otro––. No quiero que me corten la cabeza.
Cruchot frunció el ceño. El chinago llevaba la cosa demasiado lejos.
––No soy Ah Chow.. ––comenzó a decir Ah Cho.
––¡Basta! ––le interrumpió el gendarme. Hinchó los carrillos y trató de adoptar un aire fiero.
––Te digo que no soy... ––empezó de nuevo Ah Cho.
––¡Calla! ––bramó Cruchot.
Avanzaron un rato en silencio. Entre Papeete y Atimaono había veinte millas de distancia, y habían cubierto ya más de la mitad del recorrido cuando el chinago se atrevió a volver a hablar.
––Tú estabas en la sala cuando el honorable juez investigaba si habíamos cometido algún delito ––comenzó––. ¿Te acuerdas de Ah Chow, el hombre a quien van a cortar la cabeza? ¿Recuerdas que Ah Chow era alto? Pues mírame a mí.
Se puso en pie de pronto y Cruchot comprobó que era de baja estatura. Y en ese mismo instante asomó por un momento a la memoria del gendarme la imagen de Ah Chow y era ésta la imagen de un hombre alto. A Cruchot todos los chinagos le parecían iguales. La cara de uno le resultaba exacta a la de cualquier otro. Pero en cuestión de estaturas sí sabía diferenciar e inmediatamente cayó en la cuenta de que el que llevaba en el pescante no era el condenado. Tiró de las riendas de pronto, deteniendo a las mulas.
––¿Lo ve? Ha sido un error ––dijo Ah Cho con una amable sonrisa.
Pero Cruchot estaba cavilando. Incluso sentía ya haber parado la carreta. Ignoraba que el presidente del tribunal se había equivocado y, por tanto, no se explicaba cómo había ocurrido aquello. Pero sí sabía que le habían entregado al chinago para que le llevara a Atimaono y que su deber era conducirle allí. ¿Qué importaba si le cortaban la cabeza sin ser el condenado? Al fin y al cabo era sólo un chinago. Y ¿qué importaba un chinago más o menos? Además, quizá no fuera un error. Desconocía lo que pasaba en el interior de las cabezas de sus superiores. Pero ellos sabían lo que hacían. ¿Quién era él para enmendarles la plana? Una vez, hacía mucho tiempo, había tratado de pensar por sus oficiales y el sargento le había dicho: «Cruchot, ¿es que se ha vuelto usted loco? Cuanto antes lo aprenda, mejor para usted. No está aquí para pensar. Está para obedecer y dejar que piensen los que saben hacerlo mejor que usted». Sintió un aguijón de irritación al recordar aquello. Además, si regresaba a Papeete retrasaría la ejecución de Atiamono, y si luego resultaba que había vuelto sin motivo, le reprendería el sargento que esperaba en la plantación al prisionero. Para colmo, le reprenderían también en Papeete.
Tocó a las mulas con el látigo y éstas siguieron adelante. Consultó su reloj. Llevaban media hora de retraso y el sargento debía de estar furioso. Obligó a los animales a trotar más de prisa. Cuanto más insistía Ah Cho en explicarle el error, más testarudo se mostraba Cruchot. La seguridad de que aquél no era el condenado no mejoró su humor. Por otra parte, el conocimiento de que no era él quien había cometido el error le afirmaba en la creencia de que lo que hacía estaba bien. En cualquier caso, antes que incurrir en las iras del sargento habría llevado a la muerte a una docena de chinagos inocentes.
En cuanto a Ah Cho, cuando el gendarme le pegó en la cabeza con la empuñadura del látigo y le ordenó en voz baja que callara, no tuvo más remedio que obedecerle. Continuaron en silencio el largo recorrido. Ah Cho meditó sobre el extraño modo de proceder de aquellos demonios extranjeros. No había forma de explicarse sus acciones. Lo que estaban haciendo con él respondía a su conducta habitual. Primero, declaraban culpables a cinco hombres inocentes y, a renglón seguido, cortaban la cabeza a uno que, aun ellos, en su oscura ignorancia, juzgaban merecedor de sólo veinte años de cárcel. Y él, Ah Cho, no podía hacer nada. No podía hacer más que permanecer sentado ocioso y tomar lo que le daban los amos de la vida. Una vez se dejó dominar por el pánico y se le heló el sudor que cubría su cuerpo, pero pronto logró liberarse del miedo. Se propuso resignarse a su destino recordando y repitiendo determinados pasajes del Yin Chih Wen (Tratado de la Serenidad), pero una y otra vez le asaltaba a la mente la imagen del jardín de meditación y de reposo. La visión le torturó hasta que se abandonó al sueño y se vio sentado en su jardín escuchando el tintineo de las campanillas que pendían de los árboles. Y hete aquí que así sentado, en medio de su sueño, logró al fin recordar y repetir varios pasajes del Tratado de la Serenidad.
Así transcurrió el tiempo amablemente hasta que llegaron a Atimaono y las mulas trotaron hasta el pie mismo del patíbulo a cuya sombra esperaba impaciente el sargento. Subieron a Ah Cho a toda prisa por los escalones que conducían a lo alto de la plataforma. A sus pies, a un lado, vio reunidos a todos los coolies de la plantación. Schemmer había decidido que la ejecución debía constituir un escarmiento y, en consecuencia, había hecho venir a los coolies de los campos, obligándoles a presenciarla. Cuando vieron a Ah Cho comenzaron a murmurar. Se dieron cuenta de que se había cometido un error, pero sólo lo comentaron entre ellos. Indudablemente, aquellos inexplicables demonios blancos habían cambiado de parecer. En vez de quitarle la vida a un inocente, se la quitaban a otro. Ah Chow o Ah Cho, ¿qué más daba uno que otro? Entendían a los perros blancos tan poco como los perros blancos les entendían a ellos. Ah Cho iba a morir en la guillotina, pero ellos, sus compañeros, cuando transcurrieran los dos años de trabajo que les quedaban por cumplir, volverían a China.
Schemmer había construido la guillotina con sus propias manos. Era un hombre muy mañoso, y aunque nunca había visto instrumento semejante, los franceses le habían explicado el principio en que se basaba. Fue él quien aconsejó que la ejecución se celebrara en Atimaono y no en Papeete. El castigo debía efectuarse en el lugar donde había tenido lugar el crimen, afirmaba, y, por otra parte, el hecho de presenciar la ejecución tendría una influencia muy beneficiosa sobre el medio millar de chinagos de la plantación. Él mismo se había prestado para actuar como verdugo, y en calidad de tal se hallaba ahora sobre el patíbulo experimentando con el instrumento que se había ingeniado. Un tronco de guineo del grosor y la consistencia de un cuello humano, se hallaba bajo la guillotina. Ah Cho lo miraba con ojos fascinados. El alemán hizo girar una manivela, levantó la cuchilla hasta lo alto del castillete que había construido, tiró bruscamente de una gruesa cuerda y el acero bajó como un rayo cortando limpiamente el tronco del árbol.
––¿Qué tal funciona?
Era el sargento, que en aquel momento aparecía en lo alto del patíbulo, quien había formulado la pregunta.
––De mil maravillas ––fue la respuesta exultante de Schemmer––. Déjeme que le enseñe.
Volvió a hacer girar la manivela, tiró de la cuerda y de nuevo cayó la cuchilla. Pero esta vez no cortó más que dos terceras partes del tronco.
El sargento frunció el ceño.
––No va a servir ––dijo. Schemmer se enjugó el sudor que perlaba su frente.
––Necesita más peso ––anunció.
Se acercó al borde del patíbulo y ordenó al herrero que le trajera un pedazo de hierro de veinticinco libras. Mientras se agachaba para atarlo al extremo de la cuchilla, Ah Cho miró al sargento y vio la oportunidad que esperaba.
––El honorable juez dijo que decapitaran a Ah Chow ––comenzó.
El sargento afirmó con impaciencia. Pensaba en el camino de quince millas que debía recorrer aquella tarde para llegar a la costa barlovento de la isla, y pensaba en Berthe, una linda mulata hija de Lafière, el comerciante en perlas, que le esperaba al final de aquel recorrido.
––Yo no soy Ah Chow. Soy Ah Cho. El honorable carcelero se ha equivocado. Ah Chow es un hombre alto, y yo, como ve, soy bajo.
El sargento le miró y se dio cuenta del error.
––Schemmer ––dijo imperiosamente––. Venga aquí.
El alemán gruñó, pero siguió inclinado sobre su trabajo hasta que el pedazo de hierro quedó atado tal y como él deseaba.
––¿Está listo el chinago? ––preguntó.
––Mírele ––fue la respuesta––. ¿Es éste?
Schemmer se sorprendió. Durante unos segundos profirió limpiamente unos cuantos juramentos. Luego miró con tristeza al instrumento que había fabricado con sus propias manos y que estaba ansioso de ver funcionar.
––Oiga ––dijo finalmente––, no podemos retrasar la ejecución. Ya hemos perdido tres horas de trabajo de quinientos chinagos. No podemos perder otras tantas cuando traigan al condenado. Celebremos la ejecución como habíamos planeado. Al fin y al cabo, se trata solamente de un chinago.
El sargento recordó el largo camino que le esperaba, recordó a la hija del comerciante en perlas, y debatió consigo mismo en su interior.
––Si lo descubren, le echarán la culpa a Cruchot ––le apremió el alemán––. Pero hay pocas probabilidades de que lleguen a averiguarlo. Puede estar seguro de que Ah Chow no va a decir nada.
––Tampoco echarán la culpa a Cruchot ––dijo el sargento––. Debe de ser un error del carcelero.
––Entonces, prosigamos. A nosotros no pueden culparnos. ¿Quién es capaz de distinguir a un chinago de otro? Podemos decir que nos limitamos a cumplir la orden con el que nos entregaron. Además, insisto en que no puedo volver a interrumpir el trabajo de estos coolies.
Hablaban en francés, por lo que Ah Cho no pudo entender una sola palabra de lo que decían, pero sí se dio cuenta de que estaban decidiendo su destino. Supo también que era al sargento a quien correspondía decir la última palabra y, en consecuencia, no perdía de vista los labios del oficial.
––Está bien ––anunció el sargento––. Adelante con la ejecución. Después de todo no es más que un chinago.
––Voy a probarla una vez más. Sólo para asegurarme. Schemmer movió el tronco de guineo hacia delante hasta colocarlo bajo la cuchilla que había subido a lo más alto del castillete.
Ah Cho trató de recordar alguna máxima del Tratado de la Serenidad. «Vive en paz y concordia con tus semejantes», fue la que acudió a su memoria, pero no venía al caso. Él no iba a vivir. Iba a morir. No, esa máxima no le servía. «Perdona la malicia.» Ésa ya estaba mejor, pero ahí no había malicia que perdonar. Schemmer y sus compañeros obraban de buena fe. Para ellos la ejecución era un trámite que tenían que cumplir, una tarea más, igual que talar la jungla, construir una acequia o plantar algodón. Schemmer soltó la cuerda y Ah Cho olvidó el Tratado de la Serenidad. La cuchilla cayó con un ruido seco cortando el tronco en dos de un solo tajo.
––¡Perfecto! ––exclamó el sargento interrumpiendo el proceso de encender un cigarrillo––. Perfecto, amigo mío.
A Schemmer le gustó el elogio.
––Vamos, Ah Chow––dijo en lengua tahitiana.
––Yo no soy Ah Chow.. ––comenzó a decir Ah Cho.
––¡Silencio! ––fue la respuesta––. Si vuelves a abrir la boca, te rompo la cabeza.
El capataz le amenazó con un puño cerrado y Ah Cho guardó silencio. ¿De qué servía protestar? Los demonios extranjeros siempre se salían con la suya. Dejó que le ataran a la tabla vertical que tenía la longitud de su cuerpo. Schemmer tensó tanto las cuerdas que éstas se hundieron en su carne lastimándole, pero no se quejó. El dolor no duraría. Sintió que la tabla se movía hasta quedar en posición horizontal y cerró los ojos. Y en aquel momento vio fugazmente y por última vez su jardín de meditación y de reposo. Le pareció estar sentado en medio de él. Corría una brisa fresca y las campanitas que colgaban de los árboles tintineaban levemente. Los pájaros piaban somnolientos, y desde el otro lado de la tapia llegaban hasta sus oídos, amortiguados, los sonidos del pueblo.
Tuvo conciencia de que la tabla se había detenido y, de las tensiones y presiones a que estaban sometidos sus músculos, dedujo que yacía sobre la espalda. Abrió los ojos. Justo encima de su cabeza, la cuchilla brillaba a la luz del sol suspendida en el aire. Vio el peso que había añadido Schemmer y reparó en que uno de los nudos se había deshecho. Luego oyó la voz aguda del sargento que daba la orden. Ah Cho cerró los ojos apresuradamente. No quería ver descender la cuchilla. Pero sí la sintió. La sintió durante un vasto instante fugaz, un instante en que recordó a Cruchot y recordó lo que éste le había dicho. Pero el gendarme se había equivocado. La cuchilla no hacía cosquillas. Eso fue lo último que supo antes de dejar de saber nada.

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